• RECUERDOS DE MANUEL GARCIA LOPEZ

     

    Manuel García López

    Hijo de Santo Tomé, y residente en Barcelona, narra parte de sus recuerdos que perduran a través del tiempo  con fuerza en su mente por inolvidables, ya que calaron profundamente y marcaron su vida, dado que el tiempo que aparentemente todo los aplaca, en su caso no lo ha conseguido sino más bien fortalecer esta experiencia única, de tal manera que Manuel a los 40  años de su etapa en el Servicio  Militar, volvió a ese lugar al que considera poco menos que sagrado. Se trata del Desierto del Sahara; su integración en el medio natural y su entrañable manera de convivir con un pueblo amable, sencillo, y humilde. El pueblo  saharagui,

     

    Cuando El Aaiún era español

    Se dejaron varios años de vida en un desierto hostil y hermoso. Ahora recuerdan ese país humilde y sin suerte que hoy padece el acoso marroquí

    10.11.10 - 00:15 -
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    Manuel García, natural de Jaén y residente en Barcelona, regresó al Sáhara Occidental en el año 2005. Veinticinco años antes, la mili le había tocado en África y se pasó un año entero en el desierto: había hecho la instrucción en El Aaiún, junto al mar, pero luego fue destinado al inhóspito puesto de Echedeira, justo en la frontera con Argelia. «Éramos dos panaderos y uno de nosotros tenía que ir allí. Los veteranos contaban historias terribles de aquel lugar. Le tocó al otro, pero se puso a llorar y se derrumbó. Así que decidí marchar en su lugar». Manuel no se arrepiente. Sufrió temperaturas imposibles («¡hasta 72 grados!») y tuvo que batallar contra las tarántulas que correteaban por el suelo y por las paredes de los barracones, pero descubrió un paisaje insólito y una población singular, que se le clavó en el alma como un machete. «Teníamos muy buena relación con los nativos. Por aquella época yo hacía juegos de manos y eso les encantaba. Me invitaban a sus jaimas a tomar té, a charlar y a conocer a sus familias». No era, desde luego, una vida fácil. Cuando el siroco arreciaba, los aviones no podían aterrizar y el campamento entero (63 personas) debía sobrevivir matando algún camello o alguna cabra para comer. «Pero, en cambio, el agua era buenísima», puntualiza Manuel: «Por allá pasaba un río seco, milenario, en el que estaban excavados tres pozos. Era sorprendente».
    Cuando Manuel García regresó al Sáhara, en el año 2005, vio con amargura que todo había cambiado. Sufrió controles policiales por todas partes y percibió una sensación general de angustia. Al llegar a la antigua Villa Cisneros, en el sur del país, le dijeron que acudiese por favor a visitar a un saharaui que había sido alférez del ejército español. «Fuimos a su casa. El hombre nos recibió con una alegría enorme y le ordenó a su hija: 'tráeme la maleta'. La tenía escondida. Cuando la abrió, entre lágrimas, nos mostró todos los documentos de su vida militar, su viejo DNI español y una bandera rojigualda. Entonces nos dijo que sólo quería hacer una cosa antes de morir: saludar a Ángel Pelechá». El tal Pelechá, un militar destinado a Villa Cisneros, le había ayudado a obtener un salvoconducto para viajar a La Meca, su gran ilusión. Eso sucedió en 1973. Desde entonces, aquel anciano saharaui le profesaba un agradecimiento sin límite.
    La historia de Manuel García ejemplifica la ligazón sentimental que muchos miles de ciudadanos españoles mantienen con el Sáhara Occidental; una antigua provincia española que fue descolonizada de cualquier manera en 1976 para caer en manos marroquíes. Manuel es uno de los administradores de la página web 'sahara-mili.net', que reúne miles y miles de fotografías de los soldados que fueron destinados a aquellos lugares remotos. «Entre nosotros hay una ligazón especial -reconoce Manuel-. Allá, en el Sáhara, el compañero de al lado era toda tu familia. Era tu hermano».
    Agua con sabor a sal
    A Felipe Sainz Blanco, de Bilbao, le toca organizar el IV Encuentro de Veteranos de la Compañía Mar del Sáhara, que se celebrará este sábado en la capital vizcaína. Junto a los viejos camaradas, Felipe podrá recordar entre carcajadas su viaje iniciático al desierto: «Fuimos en un avión militar desde Madrid. Nos dijeron que el aparato no podía subir a más de 3.000 metros y que tenía que pasar bordeando los picos. Nos advirtieron también de que no nos pusieramos todos del mismo lado porque entonces nos iríamos al suelo. Así que con aterrizar teníamos suficiente». Al llegar a El Aaiún, le sorprendió que los veteranos fueran en tropel a pedirles agua. Luego comprendió por qué: «El agua que consumía allá era desalinizada y tenía un sabor raro. Sabía a sal. Se notaba mucho, sobre todo al principio. Pero a todo te acostumbras».
    A Francisco Javier Peña, riojano de San Millán, le impactó el color: «A medida que nos acercábamos con el avión, veíamos todo rojo. La tierra, la arena... hasta el mar tenía una tonalidad diferente». Peña reconoce que se lo pasó bien en el Sáhara, con ese ambiente de cerrada camaradería, aunque ya entonces (año 1973) las cosas se empezaban a torcer: «Acababan de matar a Carrero Blanco y nos tocaba patrullar por las noches en el desierto, para defender el perímetro del campamento. Aún recuerdo cuando te nombraban. Estábamos acojonados. Cualquier ruidito te asustaba».
    «Y tanto», tercia desde Granada Antonio Funes. «Fíjate que alguno de mis compañeros, por miedo, incluso mató a un burro con una bomba de mano». Antonio, que estuvo destinado a El Aaiún del 73 al 75, publicó hace un año 'La voz del silencio', una novela sobre la descolonización del Sáhara. «El desierto se me quedó grabado. Cuando lo conoces, jamás lo olvidas. Subes a una duna y ves cientos de dunas iguales que se unen con el cielo. El atardecer es un momento tan sorprendente que no puede expresarse».
    Ni siquiera acierta a definirlo el gijonés Manuel Muruáis, que ejerció de maestro en El Aaiún durante ocho años (de 1966 a 1974): «Es un mundo tan distinto... Las noches del desierto dejan verdaderamente una impresión poderosa». Pero, por encima de accidentes geográficos y de postales pintorescas, Manuel siente todavía la huella de la gente. Aquellos jóvenes (y no tan jóvenes) saharauis que se matriculaban en la escuela con una ilusión de hierro: «Yo daba clases a niños y a adultos. Y todos me sorprendieron por sus enormes ganas de aprender, de preguntar, de saber... Creo que eso y su enorme hospitalidad fueron las dos cosas que más me tocaron».
    El cine Oasis y nómadas
    Manuel Muruáis vio crecer El Aaiún, que en pocos años pasó de ser un poblachón pequeño a una ciudad modesta y agradable, en cuyas calles, aún a medio asfaltar, se hablaba castellano con mil dejes diferentes. Un lugar que cautivó al valenciano Emiliano Checa, destinado del 72 al 73: «Me pareció una ciudad limpia y cuidada. Nosotros convivíamos con los lugareños sin problemas. Tengo fotos jugando con niños saharauis... Todo muy normal. Recuerdo que íbamos al cine Oasis y ahí estábamos todos juntos viendo películas en español».
    El Aaiún todavía preside las conversaciones del matrimonio alicantino formado por Francisco Alcaraz y María Teresa López. Ella vivió en el Sáhara nueve años porque su padre, militar, estuvo destinado allá; él se pasó 16 meses con las tropas nómadas españolas. «Allá los europeos éramos minoría», recuerda. Su unidad era motorizada, así que no tuvo que montar en camello, pero sí viajó en land rover por todo el desierto, hasta la borrosa frontera con Mauritania. Francisco confiesa la dureza de sus expediciones, con el agua justa y la comida racionada, pero subraya la camaradería: «Españoles y saharauis comíamos juntos, dormíamos juntos... había sintonía. Sólo discutíamos por la música. Nosotros éramos de Elvis Presley y ellos defendían a un tal El Sidathi».

     


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